lunes, 21 de septiembre de 2009

Aquellos maravillosos maestros

Si nos preguntamos qué hace bueno a un intérprete, es pertinente reflexionar sobre las cualidades que adornan a un buen orador, ya que están íntimamente relacionadas. Un buen orador es alguien con buena voz, dicción y emisión, que tiene algo importante que decir y lo expresa con autoridad, de tal manera que pueda ser comprendido por todos quienes le escuchan. Por analogía, un buen intérprete es aquel cuya ejecución combina una consumada maestría técnica con una interpretación comprensible y convincente para quienes le escuchan.

Existe también otra analogía. Rara vez logrará un orador conmover a su público si cada una de sus palabras, inflexiones y gestos produce la impresión de estar cuidadosamente preparado y meditado de antemano. Las mismas palabras pueden resultar infinitamente más eficaces si parecen surgir espontáneamente de la mente del orador en el momento mismo en que son verbalizadas y si la entonación de su voz, sus pausas, sus gestos y todos los demás rasgos de su discurso parecen brotar genuina y naturalmente de los pensamientos que expresa en cada momento. Dicho de otro modo, cuanto menos ensayado parezca el discurso, tanto más eficaz resultará.

Este mismo criterio es aplicable al músico. Las grandes interpretaciones siempre tienen algo de improvisación. El artista se siente emocionado por la música que ejecuta, olvida la técnica y se abandona con libertad improvisadora a la inspiración del momento. Una ejecución así es la única que puede transmitir la esencia de la música al oyente con la inmediatez de una genuina recreación. Por otra parte, está el intérprete que estudia de antemano cómo producir la impresión de que experimenta ciertas emociones estudiando meticulosamente hasta el último movimiento del vibrato, calculando matemáticamente hasta el último matiz, planificando en función de una tabla exacta de duraciones hasta el último rubato con el fin de rehuir toda "tentación improvisadora". Un ejecutante así sustituye la verdadera inspiración por un sentimiento sintético, un facsímil mecánico de la emoción. Quizá consiga engañar a sus oyentes en lo que a la naturaleza de su método se refiere, pero no conseguirá confundir sus emociones. Es posible que el público en su conjunto carezca de capacidad de razonamiento profundo sobre tales temas, pero tiene un asombroso instinto a la hora de distinguir entre lo que es auténtico y lo que no lo es.

Naturalmente, no debe sobreexplotarse el elemento improvisador. Todo ejecutante que no sea aún técnica y musicalmente maduro evitará dejarse arrastrar por las emociones durante una interpretación. Además, la improvisación debe permanecer siempre dentro de un marco global, de modo tal que haga justicia a los elementos estilísticos y estructura formal de la obra que se está tocando. La libertad interpretativa sólo puede basarse sólidamente en un consumado dominio técnico del medio de expresión.

La interpretación, en su más elevado sentido artístico, no puede enseñarse directamente, ya que sólo un enfoque personal y creativo puede ser realmete artístico. Aquello que deriva, de segunda mano, del maestro no puede considerarse un arte genuinamente creativo. Por eso es un gran error que el profesor imponga su propia interpretación a todos sus discípulos. Ya muy tempranamente, debe fomentar la iniciativa personal en el desarrollo del estudiante, mientras intente, simultáneamente, mejorar su comprensión, su gusto musical y su sentido estilístico. El maestro debe tener presente que su objetivo supremo ha de ser siempre lograr que el estudiante sea autosuficiente. La imitación no da nunca frutos de valor. Como dijo en una ocasión Kreisler: "El exceso de estudio puede ser peor que su deficiencia".


Ivan Galamian-Interpretación y enseñanza del violín

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