viernes, 11 de septiembre de 2009

El concierto. Álvaro Cunqueiro


Mientras escucho la música, y por muy atenta y emocionadamente que lo haga, no puedo evitar el ir construyendo, a la par que ella desenvuelve su ovillo, determinadas imaginaciones que son, de mi parte, un intento espontáneo de alcanzar su secreto, el secreto de lo que en una pieza determinada se expresa o se cree que se expresa, y el secreto del reino mismo de la cosa musical, que me parece tan enorme como vago. He tenido siempre la pretensión de “ver” a través de la música, de reducirla a mi lenguaje propio, a mi lengua personal y secreta, decidiendo sin más que la música no existe en sí, como el rubí o la rosa; está enteramente en el hombre y depende esencialmente de esta respuesta humana. Stravinsky declaró una vez que “la expresión no ha sido nunca la propiedad inmanente de la música. El fenómeno de la música nos ha sido dado con el único fin de instalar un orden en las cosas, y sobre todo un orden entre el hombre y el tiempo. La construcción hecha, el orden alcanzado, todo está dicho”. Todo está dicho del lado de Stravinsky, quizás, pero no del lado del corazón que, sensible y como presa de la inquieta soledad, escucha. Porque la música se escucha del lado de la soledad humana. Toda música digna de este nombre, según Cuvelier, expresa algo irreductible y profundo, y que es nada menos que el hombre, en lo que tiene de más particular, de más personal, de más esencial. La inteligencia, en el fenómeno musical, es la “ancilla cordis”, la sirvienta del corazón, “y la expresión musical es el fin del arte, su razón de ser”… Quizás yo no tenga derecho alguno a suministrarle al posible lector, un domingo por la mañana, esta dosis de incipientes tanteos sobre la significación de la música.



Mientras escuchaba no podía por menos que imaginar. Una superficie brillante y movediza, de una naturaleza semejante a la del mar, informe y multiforme, finamente coloreada, como si la sembrasen flores azules, violetas, pétalos de un intenso añil. Pero alguien sostiene esa superficie, con dos hilos dorados que, de pronto, giran y giran, rompen como cuando agua cae por el caño de una fuente y todo el añil se derrama, y en pequeñas y acariciadoras nubes lentamente se acerca como un susurro. Para que yo vea que el añil se disuelve, alguien se aleja, hacia el fondo, con una lámpara encendida. La idea de que estoy solo, de que todo se aleja, de que no es posible regresar a donde se pueden ver otros rostros humanos, sorprende al corazón: una vez que esa lámpara se apague, cerrarán la puerta. Quisieras adelantarte a lo que estás oyendo, o viendo. No puedes esperar: te dices que es tarde, y sospechas que aunque puedas regresar todo estará cerrado: la casa, los ojos de las gentes, el agua para la sed, el fuego. (La imaginación de que alguien está escondiendo fuego, un fuego de vivas y bulliciosas llamas, me sorprende a menudo oyendo ciertas composiciones que podrían ser clasificadas de “tranquilas” o simples “divertimentos”; todo el asunto- por decirlo de algún modo- consiste en esconder el fuego en una caja y volverlo a soltar, para esconderlo otra vez; finalmente el payaso suspende el juego porque se quema. Mejor dicho, Arlequín. Mucho tiempo después de las primeras “visiones” de este género, un sabio amigo me explicó que Arlequín era un antiguo dios subterráneo, un demonio portador de llamas, y un incendiario irreflexivo). Todo está cerrado menos tu sombra, y aun otras sombras: las que podrías reconocer, porque no cabe duda de que son humanas, de que todo lo que está sucediendo es humano y sólo tiene una explicación desde el lado del hombre, esas te huyen. Por veces una música que oías placenteramente, de pronto te angustia porque te das cuenta de que alguien se ha puesto detrás de ti, y sientes el peso de su aliento, un tic-tac cálido y acelerado, en la nuca; tragas saliva, quieres no volver la cabeza, pero no puedes resistir más y miras, y no ves nada; sin embargo, sabes también que ese tic-tac de su aliento es una palabra. Una palabra que, en algún sentido, es decisiva para tu vida, pero que más valdrá que no la oigas nunca, porque o no la entenderás o la entenderás solamente por la muerte. Es mejor que resistas, e intentes ver todo como un camino, como una larga alameda, por la que conforme avanzas vas desnudando de sus claros colores, alegres verdes, los altos árboles; todo lo que detrás de ti queda es sombra, una niebla tibia y salada, una infinita y oscura niebla de la que naces a la luz: literalmente, vas pisando luz. Sin embargo, cuando el concierto termina, cuando te levantas de tu butaca y te dispones a abandonar la sala, sabes que has tenido miedo, que has estado oyendo, quizás, con el temor de ser sorprendido, allí, delante de todo el mundo, con las palabras tuyas y tus pensamientos, sueños y acciones más ocultas.


Esta confesión- pues lo es-, la hago porque me han pedido un artículo sobre la música, sobre la significación de la música, y que yo como poeta opine. Había comenzado un borrador muy bien y muy erudito, citando a Confucio, que dice que “la música está íntimamente ligada a las relaciones esenciales de los seres entre ellos”, y a Shakespeare, que dice de la música es el alimento del amor, a la vez espiritual y material. Pero he preferido decir algo de lo que siento, y veo, a una divagación intelectual más o menos coherente.


Álvaro Cunqueiro-La Voz de Galicia, 12 de Diciembre de 1954

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