La Historia gusta de chispazos, momentos relevantes que modifican la siguiente realidad, así como de los hombres que protagonizan esos momentos estelares, como los llamó Stefan Zweig en su famoso libro. Sólo la curiosidad y el estudio hacen que aprendamos a ver el tiempo pasado como consecuencia y causa a la vez de una innumerable concatenación de acontecimientos. Como explica Zweig en el prólogo de su Momentos estelares de la humanidad hacen falta en una vida cientos de días anodinos para que uno sea significativo, y asimismo ocurre con la Historia: años, épocas poco trascendentes que generan la posibilidad del momento brillante, del que cambia el curso de las vidas.
Cuando aparece en la Historia un genio artístico, la luz que proyecta nos suele impactar de tal modo que nos ciega la visión de todo lo que no sea su persona, su obra, su misterio. Reconozco que hasta hace muy pocos días no sabía la existencia del protagonista de esta entrada, seguramente cegado por la brillante luz de los dos genios que me ocupan hoy: Mozart y Beethoven.
Gottfried van Swieten fue un aristócrata holandés, que trabajó al servicio del Imperio Austriaco. Fue educado por los jesuitas en Viena, ciudad a la que su padre se había trasladado para trabajar en la corte como médico de la emperatriz María Teresa. Se convirtió en diplomático y viajó por Europa: Bruselas, París, Varsovia y Berlín. Durante su estancia en Berlín como embajador Van Swieten adquirió una gran cantidad de manuscritos de la música de J.S. Bach y de Haendel. De vuelta en Viena fue nombrado Prefecto de la Biblioteca Imperial, cargo que desempeñó hasta el final de sus días, combinándolo en ocasiones con otros cargos políticos.
Van Swieten es hoy recordado sobre todo por su mecenazgo artístico, por su protección y apoyo a los compositores vieneses de finales del siglo XVIII. Haydn contó con él para que escribiera los textos de La Creación y Las Estaciones, basados en el Génesis, el Libro de los Salmos y El paraíso perdido de John Milton.
Era un gran apasionado de la música barroca alemana y quizá por eso fue uno de los nobles que apoyaron económicamente el comienzo de la carrera de Beetoven, que solía tocar al piano en sus conciertos los Preludios y fugas de El Clave bien Temperado de Bach. A Van Swieten está dedicada su Primera Sinfonía.
También cimentó la incipiente carrera de uno de los hijos de Bach, Carl Philipp Emanuel.
Me resulta más enternecedora la relación que mantuvo con Mozart. Van Swieten familiarizó a Mozart con la música de Bach y Haendel, que no conocía. Este hecho nos puede resultar extraño, pero no lo era en una época en la que la música era un objeto de consumo: hoy se componía y mañana se estrenaba, si tenía éxito quizá se repetía algunas veces, pero siempre era arrollada por la siguiente novedad.
Así que los domingos (1782-1783) Mozart iba a la Biblioteca Imperial, donde Van Swieten tenía su colección de manuscritos y poco a poco se iba acercando al estilo antiguo, tan complejo y artificioso, tan alejado de la diáfana y sencilla manera clásica; fue asumiéndolo paulatinamente hasta que el viejo estilo formó parte del suyo, de la personalidad creadora de Mozart, traducido a su época y filtrado por la imaginación del genio. A partir de este momento el contrapunto apareció en algunas obras de Mozart.
Van Swieten cambió el curso de la Historia de la Música, pero lo hizo de una manera suave: inoculó en el cerebro de Mozart el interés por el estilo contrapuntístico sin el cual no habrían llegado hasta nuestras manos obras como el Réquiem o esta pequeña maravilla que os dejo más abajo. Es el Adagio y Fuga en Do menor KV 546, grabado por Saint Martin in the Fields con Neville Marriner. Una obra que recuerda a Bach en sus oberturas francesas, con todo el dramatismo e intensidad pero con otra sonoridad, no comedida sino absolutamente desatada.
También os dejo un ejemplo del contrapunto en la obra de Beethoven: su Gran Fuga op. 133. por el Cuarteto Alban Berg.
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